Desde hace unos años, conviven en nuestro pueblo dos cementerios: el nuevo, en la antigua cantera de Atxarte; y el viejo, situado junto al polideportivo «Iparralde», en el barrio de Elortza. Pero éstos no han sido los únicos espacios dedicados al descanso eterno de las y los urduliztarras. En este artículo abordaremos la historia de las antiguas necrópolis que han existido en Urduliz y la del camposanto viejo que aún se conserva.

Del interior de la iglesia de Andra Mari al camposanto extramuros

Ruinas del cementerio construido en 1811 (Kutxateka, BY-NC 4.0)

Desde la Edad Media y durante toda la Edad Moderna, los enterramientos se hacían en el interior de las iglesias, destacando el hecho de que cada casa o caserío contaba con su propia sepultura. El Decreto del 4 de marzo de 1809 promulgado por el rey José Bonaparte, prohibió las inhumaciones dentro de las parroquias, debido al aumento de las defunciones como consecuencia de la guerra desatada por la invasión francesa de la Península, que desbordó la capacidad de muchos templos para acoger al creciente número de cadáveres, provocando una situación de preocupante insalubridad. Desconocemos si el interior de la parroquia de Urduliz padeció este grave problema, pues la documentación consultada no lo aclara. En cambio, sabemos que en localidades de mayor población se experimentó una degradación extrema de las condiciones higiénicas dentro de sus respectivos templos, como sucedió, por ejemplo, en la cercana Villa de Portugalete. A la altura de 1809, en el interior de la portugaluja iglesia de Santa María se respiraba un hedor “pestífero y perjudicial para la salud” provocado por las exhalaciones cadavéricas.

En mayo de 1810, el francés Thouvenot, general gobernador de Bizkaia, constató que el  Decreto de José Bonaparte solo se había cumplido por las autoridades de la Villa de Bilbao, que habían erigido el nuevo cementerio extramuros en Mallona. En vista de la situación, Thouvenot ordenó que se hiciera cumplir la ley que obligaba a situar las necrópolis fuera de las iglesias, para lo cual, el «Consejo Provincial de Vizcaya» hizo llegar una circular a los ayuntamientos de la provincia exigiéndoles la aplicación del citado Decreto. Atendiendo a aquel mandato, el «Consejo Municipal» de Urduliz levantó en 1811 un camposanto adosado a la iglesia de Andra Mari, que supuso un verdadero quebradero de cabeza a la hora de costearlo, dada la mala situación económica que atravesaba la localidad por las deudas contraídas durante la guerra. La Anteiglesia urduliztarra solo pudo costear la mitad de los gastos, teniendo que exigir al administrador del Patrón de la parroquia, Sebastián de Abalia, que asumiera la otra parte, ya que el constructor del cementerio, ante el retraso en los pagos, enjuició al municipio.

La construcción del cementerio en el barrio de Elortza

Dibujo de la portada del cementerio de Elortza (1912) (A.H.F.B. AR 00173/003)

Desde finales del siglo XIX, el cementerio adosado a la iglesia no tenía capacidad suficiente para acoger más enterramientos. Hemos de tener en cuenta que durante los 102 años que estuvo en funcionamiento, la localidad experimentó un crecimiento considerable de su población. Así, en 1842, Urduliz contaba con 361 habitantes, mientras que a la altura de 1910 su vecindario estaba compuesto por 801 personas. Este incremento poblacional trajo consigo un aumento del número de fallecimientos. A la altura de diciembre de 1911, el Juez Municipal Domingo Beascoechea certificó que durante los diez años anteriores se habían producido en la Anteiglesia 173 defunciones, de las cuales 92 correspondían a adultos y 81 a “párvulos”.

Debido a la saturación de enterramientos, la necrópolis se hallaba en malas condiciones higiénicas, y además, su ubicación junto a la parroquia de Andra Mari, se contemplaba como “un peligro para la salud del vecindario” que asistía al templo “para el cumplimiento de sus deberes religiosos”. Atendiendo a las normas sanitarias vigentes, se hacía imprescindible la construcción de un nuevo cementerio alejado de la parroquia.

Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, las distintas corporaciones que se fueron sucediendo plantearon en diversas ocasiones la necesidad de erigir un nuevo camposanto, pero la falta de recursos lo impedía. Por fin, en 1911, bajo la alcaldía de Juan Manuel de Zarraga, echó a andar el proyecto de construcción del nuevo cementerio. Para recaudar fondos para hacer realidad aquel objetivo, se abrió una suscripción “abierta entre los hijos del pueblo ausentes del mismo”, algunos de ellos “desde lejanas tierras”, que contribuyeron “generosamente con sus donativos”. A la altura del mes de agosto se habían recaudado 3.350 pesetas, más que suficientes para adquirir el terreno necesario para la necrópolis, tal y como anunció Zarraga en el pleno celebrado el día 16 del citado mes. La superficie elegida, situada junto a la carretera de Getxo a Plentzia, ocupaba parte de dos heredades denominadas en la documentación como «Rapela» y «Abarondo».

El proyecto del nuevo camposanto fue aprobado definitivamente el 18 de octubre de 1912 por el Ayuntamiento, bajo la presidencia del nuevo alcalde José de Arambalza, detallando que los recursos económicos con los que contaba el consistorio sumaban 7.100 pesetas, de las cuales 3.100 se habían recaudado gracias a las donaciones de varios urduliztarras. Además, se destacó el gesto de la condesa de Ibarra, que se comprometió a ceder gratis la piedra necesaria para levantar los muros que cierran el recinto funerario.

El elemento más interesante del conjunto desde el punto de vista artístico, era la portada neogótica que daba entrada al camposanto, que fue diseñada por el maestro de obras gorliztarra José Bilbao Lopategui. De este acceso, construído en piedra arenisca blanca de Urduliz, lamentablemente solo se conservan las jambas, en las que hay cinceladas sendas antorchas encendidas, que representan la vida eterna. En la parte superior de la portada, hoy día desaparecida, el programa iconográfico esculpido se completaba con los signos ‘alfa’ y ‘omega’, es decir, la primera y la última letra del alfabeto griego, que simbolizan el principio y el fin, en clara alusión a la vida terrenal: nacer y morir. Cabe señalar que cada letra iba inserta en una corona mortuoria.

La inauguración del camposanto en junio de 1913

En mayo de 1913 finalizaron las obras del cementerio. Después de que el párroco de la iglesia de Andra Mari recibiera la autorización del Obispo para bendecir el nuevo camposanto, el Ayuntamiento acordó que la necrópolis se inaugurara el día 13 de junio del citado año.

Dos de los principales diarios de la época – «El Noticiero Bilbaíno» y «El Pueblo Vasco» – recogieron detalladamente los actos de apertura del nuevo cementerio urduliztarra. La jornada se inició en la parroquia con el repique de las campanas, “reuniéndose las autoridades y el vecindario en el templo”, que se dirigieron después “procesionalmente y precedidos del clero con cruz alzada” al recién construido camposanto, al que llegaron a las ocho y media de la mañana. Una vez allí, el párroco Pedro Martín Andicoechea, acompañado de los curas coadjutores Juan Abasolo y Telesforo Beascoechea, bendijo el recinto y celebró una misa en la capilla, en la que se había levantado un altar provisional para la ocasión. Acto seguido, según se desveló en las crónicas periodísticas, se procedió a hacer el primer enterramiento en el cementerio: el del niño Juan José Lejonagoitia, que había fallecido a los diez años de edad a causa de una meningitis.

En el momento de la inauguración del camposanto, algunos urduliztarras ya estaban construyendo sus panteones allí, como, por ejemplo, el alcalde José de Arambalza, el ex primer edil Juan Manuel Zarraga o el benefactor José Domingo de Uribe. Este último, que residía en Bilbao, falleció poco después, el 15 de agosto de 1913, recibiendo sepultura en su Urduliz natal.

La apertura del cementerio, como es lógico, supuso la clausura de la vieja necrópolis adosada a la parroquia, prohibiéndose la realización de nuevas inhumaciones en la misma. Aquel recinto mortuorio sobrevivió hasta los años 80 del pasado siglo, como atestigua una de las fotografías que acompaña a este artículo.